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Era Masud más mayor que
viejo, a ratos encorvado y a más ratos
derecho, manos de hueso, callos de piel agrietada, jirones en los dedos, cuerpo
flaco con las costillas a la luz si no fuera por los blusones anchos y aireados
que usa de abrigo, normalmente mal comido,
siempre a trasmano pues no es cosa buena en éstos
menesteres dedicación y empeño, “no es
comer oficio de personas si no de haraganes”, sólo lo justo, invariablemente falto y regular dispuesto. Es por ello que su
apariencia bien pudiera ser la de un ermitaño que habitara en el desierto entre
las piedras de polvo y roca con barriga de pena perpetua más tampoco era ése su
oficio ni para si lo quisiera aunque sea un buen musulmán y unas veces bien, otras no tanto observara los preceptos, no obstante los
viernes acude a la mezquita con puntualidad pues hay cosas que no se deben
tocar y la oración de los viernes lo era.
Con alrededor de cincuenta años ya hace varios que es abuelo y su nieto
Rashid su compañía especial y permanente pues aunque muchas veces cueste creerlo al verle
moverse entre los árboles de la ribera, lo necesita en todo momento, Masud es
ciego o casi, una telilla blanca hace tiempo que ocultó sus alegres ojos
marrones dejándolos hoy vidriosos y apagados, según dice “están muy muertos”.
El carácter se le tornó
áspero y poco complaciente hasta consigo mismo, frugal para casi todo, en
continua disputa con el mundo, discute por el tiempo, de los cultivos y las
acequias, de las cosas de los hombres, nunca las de Dios, del gran rey que fue Alhamar, “nuestro Señor Misericordioso
guarde a su hijo muchos años”, de dineros y dineros pero no con su nieto, con
él no hay discordias , es su mano
derecha e izquierda, sus pies y su cabeza… sus ojos, y es que Rashid es un niño
pequeño, moreno y travieso, avispado, en muchos casos diligente, cariñoso y paciente con las diatribas de su
abuelo.
No era lo mismo para el trabajo, artesano de
la seda, cuida de los gusanos desde los huevos de la campaña anterior hasta la eclosión de los capullos y
la nueva puesta, los mima y los acaricia, les habla cual personajes de un ejército con miles de infantes para que no les falte
de nada allá en el interior de la casa, al abrigo del calor extremo y del rigor
del invierno donde la luz de las rendijas la ilumina por dentro y es que en el
fondo, aprovechando las alturas del terreno, entre las pedrizas, tiene Masud su
cueva, llena de cachivaches, cajas de madera, artilugios para tratar la seda
desde que son capullos a su hilado y
posterior venta entre los nobles de Granada, del Albaicín, los mercaderes de la
Alcaicería, los jóvenes príncipes de la Alhambra.
Aún allí, en las
profundidades lejos de luz, donde se mueve como pez en el agua procura estar
con su nieto, él será el guardián de la seda, de sus secretos, de su cuidado y
mantenimiento, además hoy es el gran día y no puede faltar, salen a la luz los
primeros gusanos de los huevos del invierno y antes que ocurra abuelo y nieto
bajan cerca del manantial, a los morales, donde Masud entre las ramas escoge
hoja por hoja, hojas de morera de las más verdes, de las más tiernas de todas
las que Rashid le acerca. El le indica los árboles, los palpa, los huele, ésta
rama no, coge ésta, los conoce de todos los días, de otros años de siempre,
Rashid tiene mucho que preguntar, mucho que aprender y él Masud, el artesano de
la seda, se lo va a enseñar poco a poco, como las gotas de rocío que limpia de
las hojas para dejarlas completamente
secas y es que para todo Masud es parco, muy parco y las gotas de sabiduría del
gran abuelo ciego irán calando en Rashid, el amado nieto, el alma de sus ojos,
el gran amigo pequeño.
Ya quisiera detener el tiempo, saborear la paz
con los cristianos, ver con sus ojos blancos crecer a su nieto, que cuide de la
seda, que aprenda los secretos, los que guarda en su cabeza, los de la cueva,
todos serán para su nieto pero hoy es el día de coger hojas de morera, las primeras
hojas, las más tiernas.
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